El pasado mes de mayo me referí en “Dibujando I” al inicio de
las tareas de ilustración del próximo número de Libros De La Micronesia,
que por aquellos días se hallaban
todavía en estado de mera tentativa e indagación. En esa fase —incipiente y de
muy delicado microclima— es imprescindible tener a tiro la papelera, entrar al
dibujo con el ánimo bien pertrechado de paciencia y el criterio afilado, a ser
posible, en la piedra que mencionan los pintores taoístas y que lleva grabada
esta exigencia: “la distancia entre la obra válida y la desechable es del
grosor de un cabello”.
Todavía tiernos y visibles los arañazos y hematomas típicos
de la pelea inicial contra la forma, a cuatro meses de aquel movimiento de
apertura, y aún abriendo vía entre lo que la improvisación ofrece a manos llenas
y lo que uno persigue —cuya naturaleza es por definición escurridiza—, he
venido a dar en una serie de soluciones, de imágenes con cierto grado de
elaboración en las que, de manera todavía latente, veo ya en potencia los
requisitos y cualidades mínimos a los que aspiro.
Ahora se trata de “proliferar”, como denominaba Miró a la
fase de sistematización y consiguiente explotación de un hallazgo. En su caso,
esa explotación —en algunos casos sobre explotación, a mi entender— podía dar
lugar a una extensa serie de obras. Para el caso únicamente son necesarios una
veintena larga de dibujos a los que, llegado el momento, someter a criba. La
idea es que podamos disponer a principios del próximo año de una docena de láminas
pasables, de ilustraciones que hayan sudado previamente lo suyo y lleguen a esa
fase final ya depuradas.
Si bien es cierto que, como sostenía en “Dibujando I”, mi
talante en la mesa de dibujo nunca me ha
permitido —salvo excepciones— saborear a
conciencia la felicidad de la improvisación, he de reconocer que el cielo
salpicado de astros, el rastrojo de luces y el efecto general de nocturnidad en
bruto de esta serie de dibujos son en buena parte fruto de la casualidad.
Hará tres o cuatro años utilicé como textura de fondo para
unas fotocopias un trozo de formica negra rozada y sufrida, que daba tumbos por
el taller y servía para todo tipo de menesteres. Inesperadamente, al ampliar
por encima del 200%, los roces, impactos y accidentes se destacaron del fondo
como una intrincada red de líneas, destellos y fogonazos luminosos. Aunque en
su momento no me sirvió para nada, el resultado me pareció interesante y
archivé las fotocopias y el pedazo de formica. A ese cabo suelto es al que
regresé de nuevo la pasada primavera.
En sus últimos años, William Burroughs pintaba con escopeta.
Colocaba en el caballete un retal de madera contrachapada, se retiraba una
buena veintena de pasos y abría fuego con escopeta de cartuchos. Los balines
mordían la materia y levantaban, a diferente profundidad, astillas de chapas de
madera previamente pintadas. El destrozo en aquella superficie era la obra.
Allí estaba, reducido a maqueta, todo el universo del viejo maestro: la
retícula de las ciudades muertas, los canales infectos, las fibras y trazas de
la erosión y el desierto que han podido con todo tras el Apocalipsis.
Yo no disparo. Expongo un trozo de madera gastada a la luz
implacable de la copiadora y lo amplio a un 300 o 400%. Y ahí está la noche en
bruto: la luz del cosmos, la fosforescencia del viento solar, grumos de
estrellas, ovillos de galaxias, el trazo de los meteoritos, el dibujo cambiante
de las constelaciones y la migración en masa de la luciérnaga hembra. El
resuello luminoso de Dios, visible.
Burroughs soltaba su andanada y le bastaba con la mordida de
los perdigones, pero yo he de aplicarme todavía sobre esa dádiva generosa que
el azar me ha proporcionado. He de dibujar un humilde camión y su nimbo de luz
tenue, que, de camino hacia no se sabe dónde, cruzan por entre el fasto de una
noche encendida como nunca.
© de todas
las ilustraciones, Juan Miguel Muñoz, 2012.
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