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Giacomo Leopardi metido de lleno en la ardua tarea de leerlo todo. Obra de Raffaele Faccioli. |
En una frase de mucha temperatura romántica, José Antonio
Primo de Rivera afirmó que “la vida no vale la pena si no es para quemarla en
una gran empresa”. Hasta no hace mucho esa expresión podía tener, al menos, dos
sentidos: el de quemar la vida con arrojo en un asunto de dimensiones épicas, y el de cursar toda la vida laboral en una gran empresa comercial, fijo y con
contrato indefinido; en cuyo caso ya no cabe hablar de arder en un empeño
memorable, sino más bien de quemarse a fuego lento y acabar consumido en algún
despacho hasta la jubilación o el ictus. Es a todas luces evidente que la caída
del empleo, el ascenso del contrato a tiempo parcial, el nomadismo laboral, la
deslocalización de empresas y la crecida de las aguas cenagosas de la sociedad
líquida lo han puesto difícil para que hoy en día pueda alguien quemar toda su
vida en una gran firma comercial, circunstancia esta que ha propiciado que el
valor polisémico del término “empresa” en la frase de referencia se haya
retraído y solo conserve ya un significado: el de asunto grandioso al que
inmolarse uno.
Por su magnitud descomunal y su evidente
naturaleza de causa perdida de antemano, la empresa de querer leerlo todo,
absolutamente todo, bien podría ser uno de esos grandes asuntos en los que
acaso valga la pena dejarse la vida.
Entre los libros que, como decía en la entrada
anterior, he rescatado de la repisa trasera de mi cama y devuelto a su estante
(en los que he advertido que, curiosamente y pese a su diversidad, coinciden en
hacer mención, siquiera de pasada, del peliagudo asunto de leerlo todo o al
menos intentarlo), hay uno que se ocupa precisamente de un caso archiconocido de
furia lectora incontinente y de consecuencias trágicas. El de Giacomo Leopardi,
figura legendaria de las letras italianas cuya corta vida ardió y se consumió
velozmente a causa de la entrega sin reservas al estudio sistemático y la furibunda
lectura de la vasta biblioteca familiar. Aparte de ocuparse de su figura, el volumen
es también una monografía que repasa los contenidos, la formación y los
avatares de ese fondo bibliográfico desde los modestos inicios como biblioteca
personal del conde Monaldo ―padre de Giacomo―, hasta su apertura al público en
1812 convertida ya en un importante fondo que contaba con más de 12.000
volúmenes. En esa frondosa umbría de papel se inmoló Giacomo Leopardi.
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Vista parcial de la biblioteca de Monaldo Leopardi, Recanati, Italia. |
Al parecer, en pleno fervor revolucionario y bajo el claro
dominio de la pólvora napoleónica, el joven Monaldo Leopardi seguía apegado al
viejo régimen y estaba tan chapado a la antigua, que a más de ser un acalorado
defensor del trono y del altar fardaba de ser el último italiano que aún
llevaba espadín cogido al cinto. Su facha algo caduca y ese particular talante
ideológico de que hacía gala no eran óbice para que en lo referente a sus
intereses intelectuales fuese persona de amplias miras puesta siempre a la
última, pero por debajo de sus aspiraciones. En su Autobiografia, Monaldo Leopardi reconoce que si hay una certeza que
ha marcado su vida es precisamente la de es saber que iba a “vivir y morir sin
ser docto”. El crecimiento y la consolidación de su biblioteca ―a la que dedicó
ingentes cantidades de tiempo, desvelos y capital― como una de las mejores de
Italia, lo consoló en parte de la insuficiencia primordial de no haber llegado
a ser lo suficientemente cultivado.
Sin duda Monaldo, herido en lo más íntimo por
ese complejo, traspasó a sus hijos, especialmente a Giacomo, el primogénito, el
urgente afán de procurarse cuanto antes una vasta erudición. Espoleado desde
niño por el alto designio de verse obligado a resarcir con creces las
limitaciones del padre y de llegar a poseer una cultura formidable, Giacomo
Leopardi se encerró en esa biblioteca desde los doce a los diecinueve años y se
entregó a “siete años de estudio loco y desesperadísimo”. Hacia 1815, cuando
llevaba ya cinco años ocupado a tiempo completo en esos arduos menesteres, el
conde Monaldo se refería así, en carta a un familiar, acerca de los fabulosos
avances de su hijo dilecto: “De los cerca de 12.000 volúmenes de que consta mi
biblioteca no creo que haya siquiera uno desconocido para él, del que no pueda
darme razón.”
Aunque no sabemos
a cuánto se quedó de lo leerlo todo, absolutamente todo, lo cierto es que Giacomo
Leopardi leyó y retuvo lo suficiente para dominar, a sus diecinueve años, seis
idiomas y ser una autoridad en hebrero, filología grecolatina, ciencias,
literatura y teología, amén de conocer de primera mano las nuevas corrientes de
pensamiento que soplaban desde Francia e Inglaterra.
El ambicioso esfuerzo
de poner los ojos sobre una buena parte de todo lo editado y atiborrarse con
verdadera codicia se cobró, como es natural, un alto precio. Tras siete años de
postración ante el dios de la lectura, cuando Giacomo se incorporó apenas se
tenía en pie y su complexión solo era vagamente humana. Además de padecer
serios problemas nerviosos, oculares y
de huesos, era raquítico, macrocéfalo, muy poquita cosa y carecía por completo
de tono muscular. Hacia sus veinte años y tras todo ese tormento, a Giacomo se
le cae la venda de los ojos y reconoce que la vida de reclusión y estudio feroz
que ha llevado hasta entonces lo ha conducido a la ruina física y la
enfermedad: “Me he destruido con siete años de insensatos y desesperados
estudios en el tiempo en que estaba formándome y en que debía consolidarse mi
complexión”.
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Carta de Carlo Antici dirigida al padre de Giacomo, en la que le advierte de los peligros que entraña el exceso de estudio. |
Si a modo de advertencia son las propias Escrituras las que
nos alertan de que no se puede mirar directamente a la deslumbrante faz de Dios
y salir ileso. El caso Leopardi nos alecciona a su vez acerca de que, aunque el
de la lectura sea un dios menor y subalterno, solo hasta cierto punto y con las
debidas precauciones se puede mirar de cerca su rostro encendido, que fulge con violencia en cada libro, en toda
página.
Como el amor y la esencia
de la adormidera, la lectura también puede ser una droga dura.
Por la desmesura de su alcance, su tono de máxima exigencia con
lo que se lee y su necesario anclaje en una vida de reclusión como único camino
para llevar a cabo la insensata empresa de leerlo todo, absolutamente todo, el
caso Leopardi se sitúa en las antípodas de las corrientes que vinculan la
lectura con la libertad y con lo placentero. Barthes regocijándose en el placer
y el goce del texto, y la mercadotecnia editorial postulando
que un día sin leer es un día perdido y que los libros nos hacen libres, son como
niños jugando todavía con pistolas de agua a una edad en la que Giacomo
Leopardi conocía de primera mano lo que supone asumir la lectura como trinchera
y suplicio.
La sobredosis que
minó la salud de Leopardi es lo opuesto a la lectura de baja tensión,
salutífera y asimilada en dosis soportables que aconsejan las autoridades
culturales al probo ciudadano, y supone una nueva constatación de que, también
en lo relativo a la lectura, la vieja observación de Paracelso acerca de que
“el veneno está en la dosis” no ha perdido vigencia.
Entiendo que Leopardi
es un ejemplo extremo y sin duda morboso de lo que Marshall McLuhan define como
Homo Tipographicus, espécimen condicionado por los patrones espaciales adquiridos
en el hábito de leer ―caracteres negros sobre papel blanco, letras puestas en
hileras que se extienden uniformes por párrafos
acotados a través de páginas y más páginas de aspecto regular― y en cuya forma
de mirar, educada en la estética de la imprenta, priman la uniformidad, la
serialidad y la secuencia.
A tenor de lo
anterior, no es de extrañar que Leopardi viese en el caos de astros y grumos
luminosos que jalonan el fondo oscuro de la noche lo contrario del espacio
acotado, el orden y la luminosidad uniforme de toda página impresa; algo abrumador,
ominoso y excesivo hasta el punto de hacerle reflexionar así:
“… cuando
veo
arder allá en el cielo las estrellas,
pensativo
me digo:
¿para qué
tantas?
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Giacomo dei libri está publicado por Mondadori Electa. |
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Aspecto que presenta a día de hoy mi ejemplar del Zibaldone, atacado hacia 1991 por mi loro, gran devorador de libros.
†
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