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Cubierta de la mítica monografía dedicada a Ballard. Re/Search, San Francisco, 1984. |
Aparte de que no es ninguna bicoca se mire por donde se mire,
trabajar en un gran grupo editorial puede tener efectos secundarios a la larga.
Una de las consecuencias —y no precisamente la peor— de respirar a diario el
aire del negocio y ver libros por todas partes durante décadas es que se corre
el serio peligro de acabar aborreciéndolos o, como poco, de prestar oídos y
comenzar a ver con cierta simpatía a los raros que cuestionan la nobleza
intrínseca del libro y toda esa mandanga.
Aunque mi grado de deterioro al respecto no es todavía alarmante
y aún no he aborrecido los libros, reconozco que ya llevo tiempo haciendo
ojitos y simpatizando con disidentes como el Marco Aurelio que exhortaba a la
abstención con su radical “Déjate de libros”, o el Borges no menos disuasorio
de “Todos los libros, en el fondo, dicen lo mismo”. De entre los jarros de agua
fría lanzados por esa infame turba al rostro de la industria editorial, tengo
especial predilección por el de Terry Eagleton, que la acusa muy a las claras
de cultivar una suerte de opio de nuevo cuño para el pueblo de siempre: “Si no
se arroja a las masas unas cuantas novelas, quizá acaben por reaccionar
exigiendo unas cuantas barricadas”. En esa longitud de onda se mueve nuestro
Víctor Moreno, del que copio este comentario: “Hoy, quizá, la finalidad última
de la alfabetización sea conseguir que la gente esté mansamente quieta mientras
lee”.
Al margen de esas consideraciones particulares, lo cierto es
trabajar en un gran grupo editorial, aunque sea como humilde subalterno de un
remoto departamento de servicios generales, como es mi caso, es una bendición
si te gustan los libros.
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Un libro algo disidente sobre "teleología lecturil". Caballo de Troya, Barcelona, 2009. |
El grueso de las publicaciones que circulan por las
dependencias en las que que trabajo son las de la casa. Pero también corre por
allí una cantidad nade despreciable de ediciones de terceros: las de la
competencia directa, las de la competencia difusa; de editoriales de todo
pelaje, de autor, marginales, no venales y de productos editoriales de toda procedencia
y condición. En el mejor de los casos, esa plétora de libros va a los estantes
comunitarios, donde le es permitido abrevar al personal, cuando no directamente
a la bala de papel.
Tengo a gala el reconocer que he estado muy atento siempre a
esa pedrea venida de fuera y a los hipotéticos avisos que pudieran derivarse de
lo que, no pareciendo en principio más que un hallazgo fortuito, bien pudiera
ser el broche de algo más complejo y misterioso: la culminación ineludible del
destino de un libro cuando, en palabras de Borges, “… da con su lector, con el
hombre destinado a sus símbolos”.
El flujo de todo ese material es irregular y antojadizo, pero
es cuando hay permutaciones, mudanzas de toda índole y muy especialmente
cambios de ubicación, relevos y demás movimientos tectónicos en el área de edición, que conviene estar atento, abrevar a diario en el estante comunitario y, sobre
todo, cribar meticulosamente los vertidos que fluyen hacia la bala de papel. El sótano de Thomas Bernhard en el año
1981 o por ahí; Larva de Julián Ríos
una década después; La sepultura sin
sosiego de Connolly a principios del cambio de milenio; Memorias del subsuelo de Dostoyevsky
algo después y Testo yonqui de Beatriz
Preciado hace apenas tres o cuatro años son algunos de los libros memorables
con los que uno ha entrado en contacto por la vía de andar hurgando en los
ribazos de la escombrera comunal.
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Contraportada de Re/Search, Nos. 8-9. San Francisco, 1984. |
El último de mis hallazgos, rescatado hace apenas unos días
de los estratos intermedios de una jaula vertedero atestada de viejos catálogos
de Faber and Faber, Insel Verlag, Flammarion y demás emporios, es un ejemplar
del mítico número doble que la revista Re/Search dedicó en 1984 a J.G. Ballard.
Casi nada. El hallazgo es especialmente memorable por cuanto se trata de una
publicación mítica, descatalogada y hasta tal punto inencontrable que, por lo
que ha llegado a mis oídos, el ejemplar que de esa publicación se exhibía en la
muestra que el CCCB dedicó a Ballard en 2008 no era del tiraje original, sino de
una reedición algo posterior.
Solo a título de curiosidad, y por hacerme también una idea
algo más precisa del grado de mitificación real de la publicación, he indagado
en la red a cuánto se cotiza una copia en buen estado del primer tiraje de la
monografía que Re/Search dedicó a Ballard en 1984. Ni más ni menos que a 150
dólares.
No tengo intención ninguna de desprenderme de ese hallazgo. Por
si alguna vez se confirmara que soy “el hombre destinado a sus símbolos” —todo puede
ser—, lo añadiré a mi humilde biblioteca y quedará depositado en la librería
inclusa donde pongo los libros abandonados que he sacado del torrente. El río
infernal que va al molino de papel.
†