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El Macba, proa del arte último en Barcelona. |
Aunque estoy más que habituado a prodigar ese tipo de
atenciones finales y a la desesperada, reconozco que no es buena cosa posponer una
y otra vez la visita a exposiciones imprescindibles, ya que después se ve uno
poco menos que forzado a acudir de urgencia el último día de exhibición; visita
que a veces nos viene a contrapelo, cuando no nos desbarata la agenda, nos la
pone patas arriba y —lo que es peor— nos estropea una mañana de sol y modorra
dominguera.
Eso precisamente es lo que me ocurrió el domingo pasado: que
acababa la exposición de Sergi Aguilar y tuve que dejar el sublime solárium del
comedor de casa y acercarme hasta el Macba para no perderme Revers/Anvers (1972-2015), título de su
retrospectiva. Por fortuna, como además había otras dos exposiciones que también
quería ver (la de Miserachs, cuarta en cartel, ya la había visto), aproveché y
me dejé la mañana entera en el Macba. Una visita de cuatro horas a ese noble
tabernáculo da para algunas impresiones y bastantes más reflexiones.
Como digo, me dejé caer por el Macba para que no se me
escapara el excelente repaso por las cuatro décadas de actividad que acumula ya
Sergi Aguilar. Aunque es muy tentador, no es su exposición lo que me propongo
comentar.
En la vida por supuesto; pero también en arte uno se ha de
alinear, se ha de poner de una u otra parte. Ha de tomar partido. En este
sentido, uno ha dejado siempre claro que —mejor o peor— se ha forjado como
espectador en primera línea de fuego de galerías y museos, pero también en la
retaguardia y al abrigo de lecturas, seminarios y aproximaciones al arte de
todo pelaje. No obstante esa atención a lo diverso, admito que por temperatura,
talante y formación sintonizo mejor con las poéticas apasionadas, oscuras,
expresivas y que vendrían a sancionar el arte como cosa asombrosa, misteriosa, subyugante,
excepcional, impactante, bella, turbia, etc. No es de extrañar, por tanto, que
sea un espectador picajoso, desconfiado, las más de las veces decepcionado y
solo relativamente poroso a la factura tibia y la puesta en escena administrativa,
desangelada y neutra de algunas corrientes actuales —y no tanto— con las que el
Macba está obligado a tener especial consideración.
Bajar al Macba se me antoja a veces un descenso hacia lo
previsible y el muermo asegurado, sobre todo cuando muestran sus adquisiciones
últimas, según qué áreas de sus fondos permanentes o alguna de sus habituales
exposiciones de tesis. No es problema de la entidad, tampoco de su programación ni de la mejor o peor competencia
de los curadores. No hay anomalía alguna en su funcionamiento. Lo que pasa es, ni más ni menos, que el arte de nuestro
tiempo es así. Y punto. Desitjos i
necessitats y Espècies d’espais
(en cartel hasta el 24 de abril y el 30 de mayo respectivamente) son
precisamente de la clase de muestras que he mencionado: la primera, de
adquisiciones recientes; la segunda, de tesis, amparada en esta ocasión en el texto
homónimo de Georges Perec y comisariada por Frederic Montornés.
Justo al comienzo de su desopilante La palabra pintada, Tom Wolfe refiere que fue Marshall McLuhan quien
observó que la gente no lee la prensa matinal, sino que se sumerge en ella como
en un baño caliente; y lo ratifica con su propio caso. Cuenta que una mañana de
domingo de la primavera de 1974 se hallaba sumergido en las tibias
profundidades de la página de artes del New York Times. Al parecer, llevaba ya
un buen rato leyendo plácidamente en estado beatífico cuando, de repente, una
frase le llamó la atención, lo expulsó de aquella felicidad y lo puso sobre la
pista de una larga reflexión que culminaría en la redacción de La palabra pintada. Las más de las veces
que me dejo caer por el Macba me ocurre exactamente eso: que me sumerjo en las
aguas quietas de esas salas de balneario blanquísimas, impolutas y a rebosar de
arte. Floto de una a otra y paso de uno a otro artista sin que nada perturbe mi
modorra, hasta que, como le ocurrió a Wolfe, algo llama mi atención y me saca
de ese nirvana de felicidad y vacuidad perfectas.
La primera obra que me llamó la atención esa mañana, cuando pisaba
las salas donde se despliega la muestra Desitjos i necessitats, fue la minúscula fotografía que acompaña el despliegue de
los recibos de nómina que Francesc Abad ha reunido a lo largo de sus cuatro
décadas de vida laboral, y que ocupan toda una pared: unos cuarenta metros
cuadrados de justificantes de devengos salariales. Lo que me sacó del sopor no
fue la envergadura de ese frontón atestado de nóminas dispuestas en perfecta
retícula, sino el pie de foto de la pequeña imagen que hay a un lado, que
muestra el banco público donde el autor, provisto de fiambrera, se retiró a
menudo para comer a lo largo de esas cuatro décadas. Según Francesc Abad indica
en el pie de foto de la imagen, esa constante de su biografía es un exponente
más “…del posicionamiento del artista como sujeto subalterno”.
Esa frase fue lo que me llamó la atención: la mención —resignada
y algo melodramática para mi gusto— del artista como sujeto subalterno. Aunque el sujeto de referencia es el mismo Francesc Abad, entiendo que el apelativo de subalterno abarcaría no solo a los artistas
que, como él, no viven del comercio de su obra, sino que sería extensible
a todo artista en cuanto agente pasivo del engranaje económico y sus circunstancias.
Llevaba ya un par de horas largas de inmersión en las termas
del Macba cuando, en la muestra Espècies
d’espais, a la altura del ámbito habilitado como posible sala de
esparcimiento comunal —colchonetas por los suelos incluidas—, una segunda obra
reclamó mi atención y me sacó nuevamente del estado de somnolencia opiácea. Me
refiero a Los durmientes, corto
firmado por Jordi Colomer en el que, mediante un truco que imita el desplazamiento
vertical de la cámara por delante del corte longitudinal de un edificio en un solo plano secuencia, se nos
muestra de pasada lo que podrían ser una serie de ateliers de artistas, que en ese momento duermen. El tempo de la
narración es pausado y la toma se demora bastante, de manera que amanece a
medida que la cámara remonta. A la altura de la buhardilla del edificio, hace
ya un buen rato que hay luz de pleno día. Y ahí es donde, a través de una
ventana, se deja ver el único personaje que está despierto, activo y camino del
trabajo mientras los demás duermen; y todo porque representa que no es un
artista, sino un verdadero sujeto subalterno, sin veleidades y por supuesto sin
estatus de artista: un currante, un operario con ropa de faena al que, en la última
secuencia, vemos ascender por una escalerilla exterior hacia la azotea donde
tiene el tajo, a instalar una parabólica, reparar la antena colectiva, echar
unos metros de tela asfáltica o lo que sea. Con el sol ya alto, el resto de la
parroquia, los artistas, siguen durmiendo como si nada.
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Sala de proyección de Los durmientes en la expo Especies de espacios. Macba. |
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Imagen de Los durmientes de Jordi Colomer. |
Entiendo que el muestreo de artistas durmientes de Jordi
Colomer, y el despliegue de nóminas de Francesc Abad y su comentario lateral respecto
a la condición del artista como sujeto subalterno, son obras que focalizan su
atención sobre el mismo tendón dolorido de la práctica del arte, pero desde
puntos de vista muy encontrados.
Al artista como subalterno más en un mundo de eternos
subalternos mal pagados de Francesc Abad, opone Jordi Colomer un artista
eternamente adolescente, al que no le va tan mal viviendo de quien se acerque y
que puede levantarse tarde; bien porque practica el “no trabajes nunca” de Guy
Debord o porque ha logrado que sueño y trabajo sean una misma ocupación. Y eso
solo se consigue —no nos engañemos— procediendo cada noche exactamente como
hacía Saint-Pol-Rux, que se retiraba al dormitorio y dejaba un aviso del lado
de afuera de la puerta que decía: “El poeta trabaja".
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