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Quatre oiseaux, litografía de Georges Braque, 1959. |
“Todo está dicho ya, pero, como nadie escucha, hay que
volverlo a decir”. Aparte de la gracia que pueda tener, el comentario de André
Gide es mordaz y de efecto disolvente sobre el paradigma de la originalidad, a
la que rebaja y degrada a mera contingencia, a bagatela poco menos que insustancial
derivada de la falta de atención auditiva. De ser cierta la observación de
Gide, la originalidad consistiría no en decir algo nuevo sino en repetirlo bien
alto. Conviene aclarar, no obstante, que en el atestado panorama del arte
actual hablar alto no garantiza en absoluto que a uno lo oigan, y menos aún que
lo escuchen.
El artista de hoy está sin duda al caso de esa circunstancia
y tiene plena noción de que a estas alturas de la película, al cabo de unos
cuantos milenios de actividad artística y en plena época de desbordamiento en
la producción y difusión de imágenes, de cohabitación, mestizaje y promiscuidad
generalizada entre tendencias, escuelas, movimientos, lenguajes y demás, el arte
es un espeso concentrado, una suerte de olla podrida en la que hierve de todo y
donde la originalidad genuina es infrecuente, rarísima. Hay, eso sí, tenues
variaciones, reinterpretaciones, remezclas personalísimas, meritorios injertos
manieristas practicados con materiales reaprovechados y prácticas avanzadas en
el campo de la ingeniería artística; pero la creación genuina de algo
intrínsecamente nuevo no se da así como así.
En medio de ese clima generalizado y plenamente aceptado del
arte como asunto en gran medida “ya visto”, el artista de ahora sigue
defendiendo a dentelladas la propia posición y su margen de originalidad y
aportación personal, pero desde la plena consciencia de que trabaja inmerso en
un vertedero de todo tipo de detritos semióticos y de que es parte de una
cadena promiscua en la que contamina y es contaminado. No obstante eso, y por muy
asumido que tenga que todo es derivación y mezcla, acepta de mejor gana la
influencia difusa que haya podido recibir del signo de los tiempos, de la
tradición o de una corriente genérica, que no el influjo específico, directo y
reconocible de la escena local o del entorno inmediato.
La sospecha de haber sido influido y estar a la sombra de un
talento mayor puede llegar a generar un cuadro angustioso, como dejó patente
Harold Bloom en su La ansiedad de la
influencia, donde examina el peliagudo asunto de la relación morbosa del
escritor con sus predecesores. Bloom postula en esa obra que el autor que
quiera ser alguien debe absorber, neutralizar y desprenderse de la influencia
atenazante de sus predecesores. Matar al padre y cortar por lo sano con su
influjo. Según Bloom, esa es la única manera de comenzar el peregrinaje hacia
la consecución de una voz propia. Borges, que deploraba la violencia, aportó una
solución ingeniosa que evita el parricidio y el consiguiente derramamiento de
sangre, pero que es mucho más exigente y no está al alcance de cualquier
talento. El maestro argentino dijo que el escritor de mérito “crea sus
predecesores”.
No sé hasta qué punto y con qué intensidad, pero estoy seguro
de que entre los jóvenes artistas de la escena barcelonesa se deja sentir esa
ansiedad de la influencia, pero no de arriba abajo o de maestro a discípulo,
sino la influencia transversal entre artistas colindantes que se influyen unos
a otros por proximidad y que suele ser foco de rivalidades. A principio de los años ochenta del pasado
siglo, cuando yo estaba a punto de iniciarme como presunto artista en ciernes,
la joven escena barcelonesa estaba bastante caldeada a ese respecto. Como claro
exponente de hasta qué punto ese factor se dejaba sentir en el ambiente,
transcribo a continuación un fragmento del texto del catálogo Veintiseis pintores, trece críticos, panorama de la joven pintura
española, publicado en 1982 y con el que María Teresa Blanch presentaba la
obra de Xavier Grau: “En un momento como
el actual, en que todo parece fundamentarse en aprender las mejores lecciones
pictóricas del pasado, Grau se despreocupa de pellizcar aspectos de los grandes
cuadros. Es uno de los más beligerantes con los resultados artísticos de sus
compañeros, y de los que menos espían la situación del entorno para ver si es
imitado o sobrepasado. No es de los que hacen altos en su trabajo para cargar
baterías con lo que los demás dejan abierto.”
Todo ese largo preámbulo viene a cuento de que el pasado
viernes, en mi periplo quincenal por la zona de Granados-Ciento para ver qué
ponen las galerías de la zona, me di de bruces en la Joan Gaspar con una litografía
de Georges Braque que desconocía, y que instantáneamente reconocí como
predecesora de una ilustración de Delia Zavala que aparece en una de nuestras
publicaciones. Ni técnica ni formalmente son similares o siquiera parecidas,
pero es obvio que son de la misma familia puesto que la anécdota que plasman es
idéntica: unos pájaros de idéntico color volando tras la estela del que va
delante, que es de tonalidad inversa. Entiendo que la obra de Braque es predecesora
en el sentido de que es anterior en el tiempo a la de Delia Zavala, pero no sé
hasta qué punto podría serlo también como influencia directa. Es más que
probable que se trate de una simple coincidencia, pero nunca se sabe.
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Delia Zavala, ilustración para El gorrión lunar, 1968 aprox. |
La obra de Braque Quatre
oiseaux es de 1959 y la de Zavala, que no tiene título y forma parte de un
vasto trabajo inacabado conocido como El
gorrión lunar, de finales de los años sesenta. Que yo sepa, el trienio que
Delia estuvo enfrascada con los originales de ese trabajo malogrado fue de
absoluto aislamiento en una zona de difícil acceso de El Bierzo, donde ejercía
de maestra de escuela en una remota pedanía. Eso no quiere decir nada, por
supuesto. En los años previos había bajado periódicamente a León capital y se
sabe que hizo visitas esporádicas a Madrid durante sus primeros años como
docente. Discernir si pudo ver alguna reproducción o incluso una de las copas
de la litografía sería una tarea abrumadora, difícil y tan fascinante como
llegar a dilucidar si era una artista informada y porosa que bebía del entorno,
o bien era, como todo parece indicar, cerrada y refractaria.
Como editor de una parte de la obra de Delia Zavala donde
aparece esa imagen soy parte interesada e implicada en todo lo que la atañe; no
obstante, y al no detentar la autoría de la obra en cuestión, no pude sentir en
carne propia la auténtica “ansiedad de la influencia”, sino tan solo una
sensación diferida, sucedánea y de menor intensidad. En cualquier caso, lo
cierto es me dejé embargar por algo parecido al ver que, si bien con otro
lenguaje y desde el seno de otra tradición, la misma anécdota ya había sido
abordada por Georges Braque.
Ya en otro orden de cosas, y para acabar, añado que según se
indica en la página web de la galería Joan Gaspar, la litografía de Georges
Braque, número catorce de un tiraje de doscientas setenta y cinco copias, se
vende por 4.840 euros. Por nuestra parte, como se puede ver en la quinta página
de la tienda de nuestra humilde página web, vendemos la obra original de Delia
Zavala por 300.
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