lunes, 10 de abril de 2017
domingo, 26 de febrero de 2017
BRAQUE Y EL GORRIÓN LUNAR
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Quatre oiseaux, litografía de Georges Braque, 1959. |
“Todo está dicho ya, pero, como nadie escucha, hay que
volverlo a decir”. Aparte de la gracia que pueda tener, el comentario de André
Gide es mordaz y de efecto disolvente sobre el paradigma de la originalidad, a
la que rebaja y degrada a mera contingencia, a bagatela poco menos que insustancial
derivada de la falta de atención auditiva. De ser cierta la observación de
Gide, la originalidad consistiría no en decir algo nuevo sino en repetirlo bien
alto. Conviene aclarar, no obstante, que en el atestado panorama del arte
actual hablar alto no garantiza en absoluto que a uno lo oigan, y menos aún que
lo escuchen.
El artista de hoy está sin duda al caso de esa circunstancia
y tiene plena noción de que a estas alturas de la película, al cabo de unos
cuantos milenios de actividad artística y en plena época de desbordamiento en
la producción y difusión de imágenes, de cohabitación, mestizaje y promiscuidad
generalizada entre tendencias, escuelas, movimientos, lenguajes y demás, el arte
es un espeso concentrado, una suerte de olla podrida en la que hierve de todo y
donde la originalidad genuina es infrecuente, rarísima. Hay, eso sí, tenues
variaciones, reinterpretaciones, remezclas personalísimas, meritorios injertos
manieristas practicados con materiales reaprovechados y prácticas avanzadas en
el campo de la ingeniería artística; pero la creación genuina de algo
intrínsecamente nuevo no se da así como así.
En medio de ese clima generalizado y plenamente aceptado del
arte como asunto en gran medida “ya visto”, el artista de ahora sigue
defendiendo a dentelladas la propia posición y su margen de originalidad y
aportación personal, pero desde la plena consciencia de que trabaja inmerso en
un vertedero de todo tipo de detritos semióticos y de que es parte de una
cadena promiscua en la que contamina y es contaminado. No obstante eso, y por muy
asumido que tenga que todo es derivación y mezcla, acepta de mejor gana la
influencia difusa que haya podido recibir del signo de los tiempos, de la
tradición o de una corriente genérica, que no el influjo específico, directo y
reconocible de la escena local o del entorno inmediato.
La sospecha de haber sido influido y estar a la sombra de un
talento mayor puede llegar a generar un cuadro angustioso, como dejó patente
Harold Bloom en su La ansiedad de la
influencia, donde examina el peliagudo asunto de la relación morbosa del
escritor con sus predecesores. Bloom postula en esa obra que el autor que
quiera ser alguien debe absorber, neutralizar y desprenderse de la influencia
atenazante de sus predecesores. Matar al padre y cortar por lo sano con su
influjo. Según Bloom, esa es la única manera de comenzar el peregrinaje hacia
la consecución de una voz propia. Borges, que deploraba la violencia, aportó una
solución ingeniosa que evita el parricidio y el consiguiente derramamiento de
sangre, pero que es mucho más exigente y no está al alcance de cualquier
talento. El maestro argentino dijo que el escritor de mérito “crea sus
predecesores”.
No sé hasta qué punto y con qué intensidad, pero estoy seguro
de que entre los jóvenes artistas de la escena barcelonesa se deja sentir esa
ansiedad de la influencia, pero no de arriba abajo o de maestro a discípulo,
sino la influencia transversal entre artistas colindantes que se influyen unos
a otros por proximidad y que suele ser foco de rivalidades. A principio de los años ochenta del pasado
siglo, cuando yo estaba a punto de iniciarme como presunto artista en ciernes,
la joven escena barcelonesa estaba bastante caldeada a ese respecto. Como claro
exponente de hasta qué punto ese factor se dejaba sentir en el ambiente,
transcribo a continuación un fragmento del texto del catálogo Veintiseis pintores, trece críticos, panorama de la joven pintura
española, publicado en 1982 y con el que María Teresa Blanch presentaba la
obra de Xavier Grau: “En un momento como
el actual, en que todo parece fundamentarse en aprender las mejores lecciones
pictóricas del pasado, Grau se despreocupa de pellizcar aspectos de los grandes
cuadros. Es uno de los más beligerantes con los resultados artísticos de sus
compañeros, y de los que menos espían la situación del entorno para ver si es
imitado o sobrepasado. No es de los que hacen altos en su trabajo para cargar
baterías con lo que los demás dejan abierto.”
Todo ese largo preámbulo viene a cuento de que el pasado
viernes, en mi periplo quincenal por la zona de Granados-Ciento para ver qué
ponen las galerías de la zona, me di de bruces en la Joan Gaspar con una litografía
de Georges Braque que desconocía, y que instantáneamente reconocí como
predecesora de una ilustración de Delia Zavala que aparece en una de nuestras
publicaciones. Ni técnica ni formalmente son similares o siquiera parecidas,
pero es obvio que son de la misma familia puesto que la anécdota que plasman es
idéntica: unos pájaros de idéntico color volando tras la estela del que va
delante, que es de tonalidad inversa. Entiendo que la obra de Braque es predecesora
en el sentido de que es anterior en el tiempo a la de Delia Zavala, pero no sé
hasta qué punto podría serlo también como influencia directa. Es más que
probable que se trate de una simple coincidencia, pero nunca se sabe.
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Delia Zavala, ilustración para El gorrión lunar, 1968 aprox. |
La obra de Braque Quatre
oiseaux es de 1959 y la de Zavala, que no tiene título y forma parte de un
vasto trabajo inacabado conocido como El
gorrión lunar, de finales de los años sesenta. Que yo sepa, el trienio que
Delia estuvo enfrascada con los originales de ese trabajo malogrado fue de
absoluto aislamiento en una zona de difícil acceso de El Bierzo, donde ejercía
de maestra de escuela en una remota pedanía. Eso no quiere decir nada, por
supuesto. En los años previos había bajado periódicamente a León capital y se
sabe que hizo visitas esporádicas a Madrid durante sus primeros años como
docente. Discernir si pudo ver alguna reproducción o incluso una de las copas
de la litografía sería una tarea abrumadora, difícil y tan fascinante como
llegar a dilucidar si era una artista informada y porosa que bebía del entorno,
o bien era, como todo parece indicar, cerrada y refractaria.
Como editor de una parte de la obra de Delia Zavala donde
aparece esa imagen soy parte interesada e implicada en todo lo que la atañe; no
obstante, y al no detentar la autoría de la obra en cuestión, no pude sentir en
carne propia la auténtica “ansiedad de la influencia”, sino tan solo una
sensación diferida, sucedánea y de menor intensidad. En cualquier caso, lo
cierto es me dejé embargar por algo parecido al ver que, si bien con otro
lenguaje y desde el seno de otra tradición, la misma anécdota ya había sido
abordada por Georges Braque.
Ya en otro orden de cosas, y para acabar, añado que según se
indica en la página web de la galería Joan Gaspar, la litografía de Georges
Braque, número catorce de un tiraje de doscientas setenta y cinco copias, se
vende por 4.840 euros. Por nuestra parte, como se puede ver en la quinta página
de la tienda de nuestra humilde página web, vendemos la obra original de Delia
Zavala por 300.
†
sábado, 31 de diciembre de 2016
LA ESTATURA Y EL PORTE DE LOS LIBROS
Diseño retro de Alfaguara para una publicación de hoy. |
Hace apenas unos días, y a buen precio, me hice en el “Quiosco”
de Penguin Random House con un ejemplar de Jaime
Salinas, el oficio de editor, publicado por Alfaguara en 2013 con un aspecto
bastante fiel al que esa colección presentaba hace ya una cuarentena de años.
Aquel diseño, que incluía también una forma muy particular de acceder al libro
y de presentar la portada, la portadilla y la página de créditos, fue muy
impactante en su momento. Lo firmó Enric Satué, cuya mención como diseñador se
ha incluido para la ocasión también en la cubierta de esta edición especial. Me
parece apropiado y de justicia que junto al nombre de Jaime Salinas, que fuera
ideólogo de la colección y su primer y legendario editor, aparezca en un mismo
plano el de Enric Satué, el no menos legendario grafista que le dio forma.
Según cuenta Juan Cruz en el prólogo, el mecanoscrito de la
obra sufrió diversos avatares que incluirían el retiro forzado, el extravío
posterior, el reflotamiento casual, el salto final a otra editorial y su
publicación en una colección exenta de Alfaguara con un diseño intencionadamente
retro. Aunque solo fuera por haber sobrevivido a todo ese trajín, el libro ya
valdría la pena; pero es que, además, el volumen es de lo más interesante
porque, entre otras andanzas, describe pormenorizadamente la peripecia vital y el
periplo editorial de Jaime Salinas en Seix y Barral, en Alianza Editorial después
y por último al frente de Alfaguara durante los años revoltosos de esa firma.
Entiendo que ese historial lo convierte en figura clave cuyo caso ilustra una
de las cíclicas apariciones en España del fervor adolescente de la edición, de
su posterior declive y entrada en la vida adulta del comercio serio. O al menos
así lo veo yo, como en breve expondré en este mismo blog. De momento, lo que me
interesa reseñar de esa publicación va por otros derroteros.
Jaime Salinas deja patente a lo largo del texto que la
factura del libro y su aspecto fueron asuntos a los que prestó especial
atención. Editor preocupado por el porte y el aliño del libro, ha sido uno de
los que con más acierto supo rodearse de grafistas capaces de convertir sus
publicaciones en objetos atractivos para el ojo principalmente, aunque no solo. Es al tener el libro entre las manos cuando se aprecia que esta edición especial solo recrea el aspecto visual de la vieja colección Alfaguara, no las cualidades táctiles de las cubiertas de su etapa clásica impresas en papel Acuarela de Romani, algo más grueso, suave y natural al tacto.
Sin contar sus años de aprendizaje en Seix y Barral, donde
estaba a la sombra de Carlos Barral, Jaime Salinas se inició como editor en
Alianza Editorial, donde fichó a Daniel Gil como diseñador de la colección de
libros de bolsillo con unos resultados que, a la vistan están, son de
referencia ineludible para la historia del diseño editorial en España y forman
ya parte de la memoria gráfica y sentimental de toda una generación de
lectores. Después de su etapa en Alianza, volvió a hacer lo propio en la
editorial Alfaguara junto al grafista Enric Satué, al que encargó el diseño
integral de su ya legendaria colección, cuya límpida estampa también ha pasado
a formar parte del bagaje visual, sentimental e intelectual de una buena parte
del colectivo sénior de lectores en este país.
Antes de seguir, creo necesario aclarar por qué hablo de
grafistas a estas alturas y hago especial hincapié en la maquetación editorial
y la distingo del diseño. Antes de la adopción masiva del término diseñador
gráfico, la maquetación y el aspecto del libro los firmaba un grafista,
sustantivo pelado, autosuficiente y bastante más breve que el de diseñador
gráfico, que precisa de un adjetivo que especifique en qué rama del diseño se ejerce.
El grafista era un profesional de perfil claramente artesanal que podía o no adolecer
de las veleidades artísticas que son de rigor pero, en cualquier caso, sin la
pose ni la afectación de que ha hecho gala el gremio a partir de la
entronización del diseño gráfico como profesión de moda y del diseñador como personaje
influyente. Ese ciclo ascendente, que como digo acabó por entronizar al
diseñador como referente profesional y al diseño gráfico como tendencia en boga,
se vivió aquí en Barcelona ―no en vano fue la capital del diseño― con especial
virulencia hace ya un par de décadas. Por entonces la ciudad estaba a rebosar de diseño y sobre todo de diseñadores
gráficos enfatuados y convencidos de estar muy por encima del saludable “perfil
bajo” ―por decirlo con David Bowie― de grafistas y tipógrafos, los modestos
artesanos que levantaron trabajosamente en el pasado los rudimentos de la
profesión y la habían llevado hasta su cima.
La humildad del tipógrafo y la modestia del grafista de
antaño me parecen actitudes justas, comedidas y de enorme magisterio. De ahí
que opte por utilizar a veces, de manera nostálgica y algo provocativa ―por qué
no admitirlo―, el término grafista para referirme al diseñador gráfico de hoy.
Está también el asunto de la maquetación, que ajusta el ancho
de los márgenes, acota el área de la página que ha de ser manchada por el texto
e incluye el interlineado, los cortes y el tamaño del libro así como las calidades
y los gramajes de los papeles que se han de emplear en la cubierta, las guardas
y la tripa. Cuando la tarea de un grafista es integral y no se reduce al mero diseño
de la cubierta, es de su incumbencia y queda librada a su gobierno también la
maquetación, que otorga al libro su peso, tacto, empaque objetual y tamaño. No
es asunto menor ese de la maquetación, que por su decisiva importancia en el
coste final del libro suele quedar las más de las veces al cuidado del área de producción,
quedando para el grafista el diseño la portada y poco más.
Todo eso viene a cuento de que esta edición que comento tiene
un tamaño algo mayor que el de las viejas publicaciones que imita. En realidad,
el tamaño de este Jaime Salinas, el
oficio de editor es el de los libros que se editaron en la segunda época de
la colección, que tenía un diseño hasta cierto punto deudor del precedente ― también lo firmaba Enric Satué―, pero renunciaba a la austeridad de la
tipografía pura y se sumaba a la borrachera de imágenes y la postración ante el
icono que cundían en el ámbito del diseño editorial. Esos volúmenes ya eran
algo mayores que los precedentes, como he podido comprobar cotejando algunos
ejemplares de mi biblioteca ―Trastorno
es algo menor que En la penumbra―,
pero aún estaban lejos del tamaño “chicarrón” de lo que hoy publica Alfaguara.
Así se ve el estirón de los libros de Alfaguara entre 1978 y 2016. |
Polémicas al margen, de lo que no cabe duda es que los libros
son cada vez más grandes. Y no solo la novelería a granel para el gentío;
también el resto del abanico de géneros se ha deslizado hacia el formato macro.
Es una tendencia que viene de lejos y afecta ya a una buena parte de la
producción editorial, que vierte al mercado carretadas de publicaciones cada
vez mayores, más ampulosas y claramente afectadas por la plaga de vigorexia que
cunde por ahí. Los libros de ahora mismo tienen el aspecto de haber sido
cebados con hormona de crecimiento y esteroides anabolizantes, substancias que
se impusieron en su momento entre los
chulitos matasiete de los gimnasios de barrio, y, a lo que vemos, han calado
hasta el sector editorial.
Es evidente que la edición se ha contaminado de la obsesión actual
por “ponerse grande”. Cualquiera puede ver que el tono muscular de Steve
Mcqueen era natural y que la hipertrofia del culturista tiene truco. Del mismo
modo, es evidente que los libros que se publicaban hace treinta años eran más
pequeños y naturales que los de hace veinte, y que a su vez estos eran más
pequeños que los actuales, que son artificiales y disparatadamente grandes. Casi
monstruosos de lo atiborrados de hormonas que salen de la imprenta.
La colección Biblioteca Breve, ahora y en 1984. |
La colección Palabra en el tiempo, en 1990 y 1978 respectivamente. |
Bodoni no levantará la cabeza, ni Whistler; tampoco Joan
Oliva, Alexandre de Riquer, Juan Ramón Jiménez o don Ramón Miquel i Planas y su
cohorte de exquisitos de la edición volverán desde sus panteones. Eran
demasiado señoritos y refinados para tomarse el trabajo de echar siquiera un
vistazo a la barbarie de hoy. Pero si fueran los espectros de Jiménez Fraud,
García Maroto, Saturnino Calleja o José Janés los que regresaran y se dejaran
caer por la Casa del Libro, quedarían horrorizados no de qué sino de cómo se
edita hoy. Ellos también fueron editores comerciales y masivos, pero con otro
gusto y sobre todo a otra escala.
El fantasma de don José Janés es de los que sufriría de lo
lindo. Acostumbrado al papel manila, los gofrados, las portadillas bitono, el papel
charol y todo el esmerado aparato que puso en las miniaturas que publicó en Grano
de Arena, Cristal, Las Quintaesencias, Libélula y demás colecciones de formato
ínfimo, le parecería que los libros de hoy van por ahí en sudadera y bermudas,
todo en tallas grandes.
Un par de virguerías de Janés editor, y un Alfaguara tamaño "chicarrón". |
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miércoles, 28 de diciembre de 2016
PATERSON, UNA INSTANTÁNEA DE LA FELICIDAD
![]() |
Imagen para la promoción de Paterson, lo último de Jim Jarmush. |
No las tengo todas conmigo respecto a que Paterson, la reciente película que ha
firmado Jim Jarmush, vaya a ser refrendada con total unanimidad por su legión
seguidores. Doy por seguro que una pequeña fracción de esa feligresía objetará
que esta Paterson, que ha sido calificada
dentro del género de comedia dramática, es notable pero se queda por debajo de
las cimas de su filmografía. Y no me extrañaría ―como si lo viera― que las
objeciones de esa minoría sean exactamente las mismas, pero sin espinas ni asperezas
y expuestas con el respeto debido, que el rosario de observaciones críticas y
enmiendas que han vertido sobre la película tanto los enemigos declarados del
cine más o menos arty en cualquiera
de sus manifestaciones, como también quienes van por libre y comulgan solos: que
el guión no tiene excesiva consistencia, que es algo reiterativa, tenuemente
insípida, complaciente y carente de nervio, y que la economía expresiva de su
principal protagonista, más que comedida o austera, raya con el autismo más
exasperante.
Si bien todo ese cúmulo alegaciones en contra no van del todo
desencaminadas y encierran algo de verdad, a qué negarlo, no es menos cierto
que la dosificación calculada de esas flaquezas y el dominio del encaje de
oficio, que la mano de Jarmush ha bordado con habilidad y gracia en un tejido
luminoso, hacen que la película se eleve como el capullo de una flor de loto
sobre esos cienos y resplandezca abierta sobre ellos. Yo creo que Jarmush ha hecho
en esta película lo que viejos maestros como Degas, Renoir, Whistler y nuestro
Ramón Gaya hicieron con su pintura en las postrimería de su carrera, cuando lo
depurado de su técnica, su despeje, economía y pasmosa felicidad de ejecución
dio lugar a esas obras de grandiosa sencillez, bellas sin afectación, modestas
y absolutamente inolvidables.
Paterson va de poesía, de cómo diantre se
hace un poema, de la misteriosa destilación de la materia prima del lenguaje y
de cómo ese decantado fluye a diario y se remansa en un poemario en estado de
borrador. Y también de cómo el milagro de ese delicadísimo proceso, que
acontece en medio del trabajo, de las imposiciones de la vida material, de la
usura del tiempo y de la monotonía del ir tirando, es milagro por encima de
todo; prodigio sobrenatural que derrama, sobre el tedio y la monotonía del día
a día en una ciudad de provincias, una hermosa luz de gema curativa.
Paterson es una instantánea de la felicidad,
una foto de pareja joven de artistas en ciernes con perro, casita a las afueras,
bastante ocio, un sueldo y mucha vida por delante. También es una ecografía del
amor en estado de larva. Jarmush deshoja una margarita de siete pétalos, uno
por cada día de la semana, y sale que sí, que la vida quiere a Paterson y a Laura.
Sale que sí porque en esa Paterson filmada no hay lugar para dualidad ninguna:
solo existe el sí, cada uno de los pétalos ha sido arrancado bajo el imperio de
la afirmación y de acatamiento a la clausula obligatoria del sí. La vida los
quiere; y eso obliga a que la felicidad, el amor, la creatividad, la primavera,
la belleza y todas las benditas delicias del lado soleado de la vida derramen
silenciosamente su dádiva sobre ellos. Paterson y Laura no viven en el mundo,
sino en una gran bambolla de gracia en cuyo centro se alza la ciudad de
Paterson.
Paterson es una apología del amor y también,
ya digo, una ecografía de ese vampiro en estado de larva, cuando es más
poderosa su propiedad estupefaciente. A lo largo de la película, la adormidera
del amor secreta su alcaloide sedante, la vaharada de opio que sume a la pareja
y a toda Paterson en esa modorra de buena voluntad y mejor rollo en que
transcurre la película. Que el perro destroce el borrador del poemario y lo
haga añicos no deja de ser una anécdota simpática, que ni causa desazón alguna
ni provoca la mínima contrariedad puesto que el amor y la poesía son
inagotables en Paterson. La alfaguara donde abrevó William Carlos Williams
sigue manando para todo aquel que tenga sed de simplicidad, afecto y hermosura.
Por lo que dicen, la naturaleza de la felicidad es transeúnte;
una exhalación que apenas se deja ver ―vista y no vista― y que solo da para un
plano secuencia, no para toda una película y menos para toda la vida. De ser eso
verdad, la felicidad que hora tras hora disfrutan Paterson y Laura a lo largo
de esa gloriosa semana que abarca la película es felicidad sedada y pasada a
cámara lenta para regocijo del espectador. Cualquiera que sea su velocidad de
paso, lo propio de la felicidad es su carácter transeúnte y fugaz. Acaso la
felicidad circule a todo trapo por Paterson, y su maravillosa exhalación atraviese
otras vidas, otros hogares. Lo que es seguro es que a poco de comenzar la
película ―puede que ya al segundo plano― ha cruzado y dejado atrás la casita
retirada de Paterson y Laura, que ya no viven en el núcleo incandescente del cometa
de la felicidad, sino en el rebufo que ha dejado a su paso, esa estela caliente
que se debilita y enfría por momentos.
La pareja que enfoca la cámara de Jarmush es gente corriente
pero especial: una pareja de artistas en ciernes cuyas carreras se hallan
todavía en estado embrionario. Salvando las distancias, podríamos convenir que los
prácticamente anónimos Sylvia Plath y Ted Hughes a finales de los años
cincuenta, o los desconocidos Patti Smith y Robert Mapplethorpe en la segunda
mitad de los sesenta, estaban también en una tesitura parecida: no faltaba
talento ―o se daba por supuesto― y todo estaba por hacer. Paterson y
Laura son dos artistas de carácter e intereses bien distintos, esas diferencias
son a la vez el mayor activo de la pareja y también su peor enemigo. Paterson
es un artista de profundidad que se mueve en perpendicular de arriba abajo
sobre su objeto: cada día desciende en vertical hasta la veta madre de su
poética y asciende nuevamente por la misma vía; por el contrario, Laura es una
artista transversal y de superficie, sin una poética evidente o manifiesta pero
capaz de tocar un amplio abanico de técnicas y de transitar con cierta
frivolidad de una a otra: pintura, estampado de telas, decoración, música y
cocina de autor. Por si fuera poco, es también la que parece tener visión de
futuro e intuición acerca de dónde y cómo se han de canalizar las energías y
los resultados para que acaben fructificando; de hecho, es quien insta a
Paterson a poner en limpio sus poemas, copiarlos y difundirlos. En la vida
real, Laura acabaría siendo la agente literaria de Paterson, sin duda alguna.
No obstante el amplio abanico de diferencias que acabamos de
señalar, el escollo más importante que tiene delante el tándem Paterson/Laura,
y que muy probablemente resquebrajará el frágil cimiento en que se asienta la
pareja, es el peliagudo asunto donde confluyen la disponibilidad de tiempo y los
dineros. A este respecto, la pareja presenta una alarmante asimetría: Paterson
trabaja y aporta el dinero indispensable, pero le queda poco tiempo para la
poesía. Laura tiene prácticamente todo el día para sus veleidades artísticas,
pero apenas gana dinero y vive como todo artista quisiera: a expensas de quien
se acerque. La luz del amor y la felicidad sin empalago en que transcurre Paterson es el hermoso brocado que vela
parcialmente la evidente asimetría que, en la vida real,
acabaría por envenenar la relación.
Pues claro que el amor puede arraigar, prosperar y hacerse
fuerte entre un poeta inédito que ha de currar y una artista ociosa y pluridisciplinar,
no digo que no. Y más en esa Paterson algo inocente adormilada todavía por las espléndidas
palabras y las imágenes sublimes de William Carlos Williams, su máximo vate
local, que de tanta dulzura como se ha
volcado sobre ella se ha hecho refractaria a la brutalidad de la vida, a reconocer
que la miseria, el asco y la depravación de sus calles también podrían ser
cantados y filmados, a admitir siquiera que el amor caduca o que la poesía
pueda tener un sesgo demoníaco como vocación que “pertenece a la fatalidad”. Solo
digo que esa asimetría, que cumple con el complejo y variopinto papel de
alimento del amor, gracioso contraste entre los miembros de la pareja,
contrapeso que equilibra todo el sistema de pareados y de rimas, y dinamo que
impulsa la película secuencia a secuencia, en la vida real sería una carga de
profundidad que tarde o temprano estallaría y se lo llevaría todo por delante,
amor incluido.
Junto al de ignorar el problema latente de su asimetría
esencial, el otro apoyo sobre el que descansa la felicidad de la
pareja es su desdén por el éxito; total y absoluto en el caso de él
y relativo en el de ella, que sí es porosa a esa llamada, tiene oído para la
música del éxito y labia para el estrellato. Esa es también la diferencia de
grado que separa a Paterson y Laura de los casos antes mencionados de las
parejas Plath/Hughes y Smith/Mapplethorpe, que vislumbraron el éxito y
trabajaron teniéndolo en todo momento como señuelo. La Plath menciona en sus Diarios que ella y Hughes solían
interrogar a la güija con la pregunta harto reiterativa de si serían famosos.
Por su lado, Patti Smith detalla en Just
kids que ella y Mapplethorpe querían tanto el éxito, que no solo trabajaban
en su pos sino que estaban convencidos de que podía transmitirse por contacto,
de ahí que se dejaran caer por los garitos que frecuentaban Warhol y compañía,
a la espera de que el maestro les arrojara algunas migajas o ya directamente
los ungiese y salieran disparados hacia el estrellato.
Ajenos todavía a la avidez de fama, sin mayor preocupación aún
por “la ansiedad de las influencias”, sin contactos que valgan y libres de
momento del pesado fardo que puede hacer de la práctica del arte una actividad cainita
y agotadora, la pareja protagonista de esta hermosa Paterson son dos artistas sorprendidos por la cámara de Jarmush en
el instante preciso en el que todo germina de súbito en el tiesto del amor, y
los brotes tiernos de su obra rompen y se elevan.
Viven en Paterson y son artistas de este mundo, pero parecen
de otro.
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domingo, 13 de noviembre de 2016
BROODTHAERS Y DURERO. LA TORTUGA Y LA LIEBRE
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Pense-Bête, de 1964, obra fundacional y pistoletazo de salida de la meteórica carrera de Marcel Broodthaers. |
En un artículo de hace apenas unas semanas en que comenta la retrospectiva
que el Reina Sofía dedica a Marcel Broodthaers, Antonio Muñoz Molina se refiere
al extraordinario monto de obra que el artista belga produjo en apenas diez
años de actividad y dice que “…trabajó con una fecundidad que asombra”. La verdad
es que me choca que cause asombro la ingente producción de un artista como
Broodthaers, cuyos intereses, materiales, estrategias, recursos y
procedimientos son los adecuados para producir de lo lindo, a poco que se pise el
acelerador. Que la producción de Broodthaers
en tan solo una década pueda por sí sola ocupar todo un museo no me parece a mí
que sea motivo de asombro, sino algo por completo consecuente si tenemos en cuenta
las características formales y procesuales de su obra. Entiendo que en su caso,
como el de muchos otros, lo verdaderamente asombroso hubiese sido que dejara
poca obra.
No es de extrañar que Vermeer produjera una treintena de obras en toda su carrera y Broodthaers, en apenas unos años, tropecientas. Y no lo es porque así como los maestros antiguos, por razones obvias derivadas
de la lentitud de los procedimientos y la velocidad de la época, dejaron poca
obra, los modernos, por razones también obvias pero inversas, suelen pecar de
lo contrario. A este respecto, es siempre obligado mencionar la figura de
Picasso, paradigma del artista rápido y lo suficientemente prolífico como para
llenar él solo varios museos. En su momento, Christian Cervos se tomó el ingente
trabajo de catalogar su producción oficial, que ocupa treinta y tantos densos
tomos y recoge unas 17.000 obras, cifra ya de por sí desmesurada pero que,
según otros, es a todas luces timorata y se queda muy por debajo de su
producción real. La circunstancia de que el barbero, el limpiabotas, el
dentista y demás profesionales que lo trataron dispongan de su propia colección
a partir de los originales que les improvisó el maestro, contribuye de manera
bastante elocuente a esclarecer lo poco que le costaba a Picasso producir un
picasso. Si bien se quedan por debajo de la mítica fecundidad del malagueño, también
Miró, Warhol, Saura, Rauschenberg, Tàpies, por citar solo unos cuantos entre
muchísimos, han producido una ingente cantidad de obra cada uno de ellos.
En el extremo opuesto cabe situar a Marcel Duchamp, factótum
crucial y artista de referencia ineludible que, curiosamente, produjo poco. Sus
largos períodos de silencio y aparente inactividad son tan elocuentes como el
resto de su obra, si no más, como deja entrever el memorable comentario de
Joseph Beuys al respecto: “El silencio de Duchamp está sobrevalorado”.
Los materiales rápidos, la sencillez extrema de los procedimientos,
la velocidad intrínseca de nuestra época y los apremios del mercado han favorecido, entre otros factores, la proliferación de artistas
extremadamente productivos que no saben lo que es tascar el freno y contenerse.
No sé si el silencio de Duchamp está o no sobrevalorado; lo que es evidente es
que si bien su figura y su magisterio han precipitado toda una sucesión de "ismos" y
una larga serie de epígonos, su legendaria contención y su silencio
ejemplar no cunden como quizá sería deseable en un panorama saturado de museos,
galerías, hangares, trasteros y almonedas llenos a rebosar de arte.
Aunque son fenómenos que no siempre se disponen en relación
causa/efecto, el grado de complejidad de los procedimientos y el primor en el
acabado influyen en la velocidad de ejecución de un artista y, por tanto, aunque
sea de manera tangencial y no directamente determinante, en la cantidad de obra
que puede realizar. Y lo digo con todas las reservas y salvedades que son de
rigor, porque, como digo, no son factores que vayan siempre necesariamente relacionados.
Los procedimientos escultóricos de Miguel Ángel, por mencionar una excepción,
son complejísimos, además de laboriosos y lentos por obligación, lo que no fue
obstáculo para que realizase un buen número de tallas memorables.
Por lo espontaneo de su factura, y a tenor de la fecha que
aparece anotada en un buen número de cuadros de madurez de Picasso, se puede
inferir que el maestro trabajó en cada una de esas obras un día a lo sumo, puede que tan solo
unas horas. No parece mucho. Otra cosa es que llegara a esa gracia y despeje en
la ejecución tras toda una vida con los pinceles en la mano. Esa hazaña no
tiene parangón y nadie se la puede discutir.
En su obra Jesús entre
los doctores también Alberto Durero anotó el tiempo que le había costado realizarla: cinco días (literalmente Opus
quinque dierum, “hecho en cinco días”, según indica la nota que
emerge de entre las páginas del libro que hay en primer plano a la izquierda).
Aunque la ejecución fuese inusualmente rápida para complejidad de la obra y lo
que era habitual en la época, lo cierto es que el Durero más veloz tardó cinco
veces más que Picasso en producir una obra de dimensiones parejas (un bastidor del tipo 20-25 figura, unos 80 x 60 cm.). Ahí es nada. Y eso que únicamente se limitó a cronometrar el tiempo efectivo de ejecución de la tela y omitió el que destinara a los
dibujos preparatorios sobre papel, que por su abundancia y esmero a buen seguro ocuparon
al maestro unos cuantos días más.
Aunque utilizara tortugas vivas en algunas de sus obras ―o
precisamente por eso―, Broodthaers fue un artista eminentemente rápido; por el
contrario, Durero, una de cuyas acuarelas más finas representa una liebre, era
meticuloso y necesariamente lento. El arte demuestra, una vez más, que la
fábula de Esopo es cierta: la tortuga de Broodthaers es bastante más veloz que la liebre de Durero.
Obra de Pablo Picasso realizada en un solo día, el 27 de marzo de 1938. |
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Jesús entre los doctores, (1506), obra de Alberto Durero realizada en cinco días. |
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Alberto Durero, boceto para la cabeza de Jesús. |
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Alberto Durero, estudio de manos para Jesús entre los doctores. |
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Alberto Durero, estudio de manos para Jesús entre los doctores. |
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sábado, 22 de octubre de 2016
PERRERÍAS A LOS LIBROS
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Barton Lidice, Censored book, 1974. Claro ejemplo de lo que es hacerle perrerías a un libro. |
Es ya un tópico que algunos críticos y comentaristas de arte
actual nos vengan advirtiendo de que la genialidad y la tontería pueden ser muy
parecidas o incluso prácticamente idénticas, y que no es nada fácil distinguir
―ni siquiera para los del gremio― la joyería de ley de la alta bisutería. Si
bien el arte de hoy es terreno abonado para ese tipo de malentendidos, lo
cierto es que en otras épocas y culturas mucho menos permisivas que la actual,
asentadas en la garantía de la tradición y dotadas de criterios de validación
muy rigurosos, tampoco era sencillo distinguir lo primoroso exquisito de entre
lo también primoroso pero ligeramente inferior. La capacidad para reconocer esa
sutilísima gradación a la baja era prenda de conocedores, iniciados y demás minorías
de gusto y perspicacia exquisitamente trabajados.
A ese respecto, me viene a la memoria uno de los fragmentos de
Wen fu, famoso decálogo de Lu Ji
sobre composición literaria que Luis Racionero incluyó en su Textos de estética taoísta. En el sexto
apartado del mencionado decálogo Lu Ji se refiere expresamente al hiato apenas
perceptible que hace de corte entre lo pasable y lo que ya no cuenta: “…los méritos
literarios se miden por granos y escrúpulos; los elegidos y los desechados solo
están separados por el grosor de un cabello”.
Cuando es la propia obra lo que se dirime y está en el punto
de mira, también el artista suele tener los sensores muy finos al escrutinio
que se le hace, a cómo se le sopesan las minucias y los acentos, y a cómo de
fino se hila con lo suyo. No en vano suele ser a veces la lectura apresurada y
parcial de esos detalles ínfimos, cuando no su omisión, el factor decisivo para
atribuirle ascendencias putativas de toda índole y parentescos algo peregrinos.
Como ilustración cabal de lo que digo, traigo a este humilde
blog noticia de la anécdota en que me vi envuelto una noche del pasado mes de junio
durante la cena de azotea a la que acudí invitado. Al cabo de los platos, el
vino, los postres y el cava llegaron los licores. Fue entonces cuando la
conversación, que había sobrevolado sin mayor concreción por encima de una
serie de generalidades de naturaleza diversa incluido el arte, derivó hacia esa
parte de la escena plástica que utiliza el libro como soporte básico para pintar,
esculpir, construir, collagear y efectuar
todo tipo de manipulaciones, combinatorias y experimentos. A lo largo de la
conversación mencionamos y sacamos a la palestra algunas de las figuras más
conocidas y difundidas de esa corriente: Rush-Lee, Barer, Blackwell, The, Laramée,
Korzer-Robinson, Lidicer y tutti quanti han conseguido
cierta notoriedad por esa vía.
Departíamos sin mayores sobresaltos respecto a si el trabajo
de Rush Lee no será más efectista que otra cosa, o si la obra de Laramée es el
perfecto epítome de lo pintoresco dentro del “cut book art”, cuando, de súbito,
al exclamar yo —en tono más cachondo que reprobatorio, todo sea dicho— que la
actitud básica de esa escuela es hacer perrerías a los libros, la conversación
tomó un cariz algo polémico, ya que de inmediato se me replicó que los
ejemplares tuneados de nuestra colección La Estampa Indeleble también son
libros sometidos a manipulación y perrerías diversas, y que denostar en otros
lo que uno mismo practica es hipocresía y doblez intolerables.
Cuando es de la propia obra de lo que se opina, como decía
más atrás, el interesado ―yo mismo, en este caso― suele tener los sensores auditivos
muy finos a todo tipo de minucias y matices semánticos. Que alguien afirme que
nuestra colección La Estampa Indeleble se alinea del lado de las poéticas que
alteran de manera irreparable y definitiva la condición del libro, no es que
omita insignificancias, sino que se salta a la torera importantes matices de metodología
y concepto que decantan nuestro trabajo en una dirección bien distinta.
Lo lamentable para mí de ese capítulo es que, cuando me
disponía a tomar la palabra y abrir mi turno de réplica, llegaron invitados
rezagados, ajenos al debate y con ganas de gresca. Sacaron una nueva remesa de
cava, nos adentramos en una suerte de recena tardía y la conversación quedó
aparcada. Aunque dista mucho de ser un turno de réplica en condiciones, este
blog me permite retomar el hilo de la conversación y avivar de nuevo la
polémica. Ahí va.
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Libros recortados de Alexander Korzer-Robinson. Ejemplos de lo que es la perrería selectiva con final estético. |
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Obra de Jacqueline Rush Lee. Claro ejemplo de perrería sumarísima por inmersión en agua. |
En los meses que han pasado desde la noche de autos he tenido
tiempo de reflexionar acerca de la expresión “hacer perrerías a los libros”, locución
en la que me reafirmo, ya que en absoluto se me antoja exagerada sino todo lo
contrario: entiendo que resume con fidelidad, economía y cierto sentido del
humor el enorme abanico de procedimientos y técnicas, prácticamente todas ellas
invasivas, destructivas, mutiladoras y vejatorias, que los artistas a que nos
referíamos aplican sobre el indefenso libro. Solo hay que echar un vistazo a
las imágenes adjuntas para ver que mi observación es rigurosamente cierta. No
censuro esos procedimientos, pero me abstengo de aplicarlos, por pudor. La
Estampa Indeleble es un ejemplo palmario de respeto y consideración, y tiene
poco en común con las poéticas de laceración e intervención lesiva sobre el
libro.
Las diferencias que hay entre esos procedimientos traumáticos
y los que nosotros aplicamos en La Estampa Indeleble están a la vista y no son
meros matices ―o “granos y escrúpulos”, por decirlo nuevamente con Liu Jo―,
sino importantes discrepancias de método
que tiene su origen en profundas y muy disímiles maneras de entender la
naturaleza y la identidad del libro como objeto peculiar. Tal y como hemos
expuesto en distintas argumentaciones, textos, ponencias y demás estrategias de
difusión de nuestro ideario, en De La Pulcra Ceniza entendemos que el libro no
es un objeto inerte, sino una entidad que posee vida vegetativa y es a la vez
forma viva y unidad de sentido. La verdadera naturaleza del lenguaje es la de
fluido verbal; su codificación alfabética y posterior amarre al papel por medio
de la imprenta son formas aberrantes de sometimiento y fijación de lo que no es
más que fluido. El libro es una unidad de sentido indisoluble entre lenguaje
cautivo y forma impresa. Toda mutilación o alteración por sustracción le
acarrea el cese de la función vegetativa y supone su descenso a la condición de
objeto inerte.
Esa curiosa concepción del libro como ejemplo de vida cabal,
plena de sentido e idealmente indisoluble está en la base del ideario de De La
Pulcra Ceniza y alumbró en su momento la puesta en marcha de la Biblioteca
fósil, la colección distintiva y más radical del proyecto.
Lo que predicamos con La Estampa Indeleble nada tiene que ver
con las poéticas que abusan de la flagelación del libro, sino más bien lo
contrario: pontificamos a favor del respeto por el insoslayable legado de las
Artes Gráficas tradicionales, cuya exigente deontología hace tiempo que se dejó
de lado en el ámbito de la edición actual de gran tiraje. Y lo llevamos a cabo
rescatando libros de hechura noble de los sumideros de las librerías de lance y
demás establecimientos donde se los almacena al descuido como paso previo al
suplicio final, que no es otro que la vuelta al molino de papel y su
reconversión en pulpa. Son libros que
nadie quiere pero que están muy bien hechos. Aún es bien visible en ellos el
amor al detalle, el primor en la ejecución, el desvelo por la calidad y la
belleza, y todo el código ético y estético de las Artes Gráficas tradicionales.
Para que ese libro que nadie quiere suscite nuevamente el
interés y pueda continuar en el circuito, es imprescindible dotarlo de una nueva
identidad que lo haga atractivo. La operación que a tal efecto le hacemos es
limpia, mínimamente invasiva y siempre respetuosa con la integridad del texto:
lo abrimos, le extraemos la página de cortesía u otra que no haya sido impresa,
la imprimimos con la nueva identidad, la ubicamos como portadilla y procedemos a cerrar nuevamente el
volumen. Y punto. Ese es todo el daño que le infligimos al libro: cambiarle de
sitio una página que no estaba impresa. Y a continuación lo aseamos, lo
presentamos en una caja de metacrilato sobre fondo de terciopelo rojo y lo
acreditamos sin omitir nada, indicando a las claras que bajo la afamada,
rarísima y mundana fachada de Smells like
ten spirit de Kurt Cobain, por poner un ejemplo, hay un oscuro, olvidado,
humilde y bellísimo Vidas de niños santos
de José Castells, publicado en 1906 por La Hormiga de Oro.
Libro manipulado de La Estampa Indeleble. Ejemplo de perrería contenida y ejercida con extremo pudor. |
Tal y como alguien observó muy certeramente la noche de
autos, eso también es tunear y alterar libros. No obstante lo que nos une,
entiendo que hay importantes diferencias de concepto y de método entre la
escrupulosa intervención de La Estampa Indeleble y el hacer perrerías a los
libros que se practica por ahí.
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Libros esculpidos de Guy Laramée. Hermoso ejemplo de perrería ejercida con un alto sentido de lo pintoresco. |
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Libro recortado de Robert The. Notable ejemplo de perrería simple. |
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lunes, 19 de septiembre de 2016
HMS TERROR, FIN DE LA PESQUISA
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Pasquín difundido por el Almirantazgo. Londres, 1850. |
Si bien es verdad que con algo de retraso,
traemos a este humilde blog una noticia que la prensa internacional divulgó el
pasado día 12 del mes en curso y la nacional un día después: el hallazgo de la
mítica HMS Terror, nave que formaba
con la HMS Erebus el contingente de
la legendaria y malograda expedición inglesa comandada por sir John Franklin
que se desvaneció en pleno Ártico en 1848.
Al parecer, el hallazgo se produjo el sábado día
3 en las aguas de un remoto enclave cuyo topónimo rinde homenaje precisamente a
ese navío, Bahía Terror, y lo destapó un pequeño destacamento de la Arctic
Research Foundation desde el Martin Bergmann, uno de sus barcos de rastreo.
Según comunicó Adrian Schimnowsky, director de operaciones de la mencionada
fundación, el pecio, que se localizó aproximadamente en el centro de la bahía y
a una profundidad de veinticuatro metros, no solo está en buen estado sino que
incluso puede hablarse de condiciones óptimas o “in pristine condition”, según
sus palabras.
La semana larga que ha mediado desde el día del
hallazgo hasta el de su comunicación oficial la tripulación del Martin Bergmann ha hecho las comprobaciones
de rigor que confirman sin margen de error la identidad del pecio. Además de
cotejar las imágenes del sonar con los planos de fabricación de la nave han
introducido en su interior un submarino ROV provisto de cámara. Uno de los
detalles inconfundibles del barco, cuyo tubo de escape se ha identificado entre
los restos, es el motor de propulsión de 25 caballos de vapor que lleva
instalado en la bodega. Al cabo de todo ese minucioso cotejo y comprobación
que, como digo, les ha llevado una semana no había ya duda ninguna: el pecio
corresponde a una nave de sobra conocida, Her Majesty’s Ship Terror, reliquia ártica capital por
derecho propio y uno de los dos objetos más buscados del último siglo y medio.
El otro, el HMS Erebus, fue localizado hace justamente dos años, el 2 de
septiembre de 2014 en la Bahía Crampton, algo más al sur y no muy lejos de
donde ha aparecido el Terror. Las dos
naves se han localizado unos cien kilómetros al sur de la posición donde fueron
abandonadas el 22 de abril de 1848.
La pista que ha llevado hasta el
paradero del HMS Terror la ha facilitado Simmy Kogvik, el inuit que, como el que
no quiere la cosa y por hablar de algo, comentó a Schimnowsky que hace seis o
siete años vio sobresalir del centro de las aguas heladas de la Bahía Terror lo
que bien podría ser el extremo de un mástil; el fenómeno le resultó tan curioso
que hasta le hizo unas fotos que extravió con la cámara. No llegó a ver las
imágenes y tampoco hizo comentario alguno del avistamiento. Por si acaso,
Schimnowsky, que se dirigía con el Martin Bergmann hacia el Estrecho Victoria,
decidió entrar en la Bahía Terror ya que le venía de paso. Según él mismo ha
referido, a poco más de dos horas de iniciar la búsqueda dieron con el pecio.
El Erebus se localizó a tan
solo once metros de profundidad, y ha sido un avistamiento de superficie lo que ha delatado al Terror; todo concuerda y parece ratificar la veracidad de
uno de los detalles de la información oral que en su momento facilitaron
nómadas inuit: que la arboladura de las naves naufragadas sobresalía del hielo.
No obstante, gran parte de los individuos entrevistados no habían sido testigos
directos del desastre, hablaban de oídas y no supieron dar información siquiera
aproximada. Por si fuera poco, lo dificultoso de de la traducción, lo
contradictorio de las respuestas, su vaguedad
y escaso rigor geográfico provocaron que de esa vía de investigación no
se sacara nada en claro.
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Nota de Victory Point, documento que deja constancia del abandono del Erebus y el Terror el 22 de abril de 1848. National Maritime Museum, Greenwich. |
Que el HMS Terror se botara en 1813 y participara en bombardeos contra posiciones costeras en la guerra contra
Estados Unidos, se empleara en misiones de exploración ártica y antártica, y fuese un baqueteado y sufrido navío que tuvo de ser amputado y
recosido varias veces no deja de ser interesante y hasta da para llenar una más
que meritoria hoja de servicio, pero no para ser el mito marítimo en que
acabaría convertido. Para eso hace falta una buena dosis de épica. Y de eso fue
de lo que, contra todo pronóstico, hubo de sobra en la que sería su última singladura,
cuyos preparativos comenzaron a finales de 1844 cuando fue izado a secano para
colocarle una cizalla en la proa y el motor de una locomotora de vapor en la
sentina. Luego fue devuelto al gua y pertrechado de carbón y víveres para su
viaje definitivo, que sería calamitoso, dramático, hermosamente épico y va
orlado con un larguísimo y enigmático epílogo que suma ciento sesenta y ocho
años en paradero desconocido.
Los hitos de ese último periplo son de sobra conocidos. "...El lunes 19 de mayo de 1845 las naves de Su Majestad Erebus y Terror
dejaron las atarazanas del muelle de Greenhithe. Para bajar por el Támesis la
Erebus fue remolcada por el Rattler, un pequeño vapor de rueda; y la Terror por
otro aún más pequeño, el Blazer. Los remolcadores las dejaron en la boca del
río y durante un rato se mecieron en el agua mixta. La navegación propiamente
dicha comenzó al dejar atrás el malecón de la isla de Rona. El mar veraz
comienza ahí.
Mencionar las etapas iniciales del viaje es
nombrar un fetiche o un hito: es invocar. Han sido y serán referidas con la
reiteración morbosa con que se rememoran hechos banales que han precedido al
horror. No obstante la asidua remembranza de que es objeto, la consabida
secuencia ni harta ni se devalúa en simple cadena de anécdotas; la solemnidad
que le otorga el ser una confiada secuencia de actos penúltimos lo evita. El
número de escalas fue breve y progresivamente frío: islas Orkney, islas
Whalefish, estrecho de Lancaster. De no ser porque contactaron con la
expedición, el nombre de algunos barcos sería inencontrable fuera del registro
del muelle de desguace: la nave de suministros Barretto Junior, que los proveyó
de carne fresca y carbón, y que el 12 de julio de 1845 dejó a la expedición en
las islas Whalefish para regresar a Inglaterra con la correspondencia y cuatro
o cinco marineros que no continuarían; y las balleneras Prince of Wales y
Enterprise, que contactaron con la expedición el 26 de julio de 1845 a la
entrada del estrecho de Lancaster, y cuyas tripulaciones privilegiadas tuvieron
en sus pupilas el fotograma que a ojos del mundo ponía punto final a la mayor
expedición ártica: el Erebus y el Terror internándose en la entrada del Paso
del Noroeste. Nadie les volvió a ver con vida".
Con el Ártico mermando por momentos y el Paso del
Noroeste rendido y accesible durante todo el año, ha sido ahora cuando la gran
pesquisa puesta en marcha para dar con el paradero de sir John Franklin, su
tripulación y sus navíos se ha cobrado por fin los ases que faltaban.
Ha tardado ciento sesenta y ocho años en soltar
la segunda de sus dos mayores reliquias, pero finalmente el Ártico ha cedido; en 2014 el pecio del HMS Erebus, y hace apenas unos días el de la nave de Su
Majestad Terror.
El texto en
cursiva es un fragmentos de Erebo & Terror,
Libros De La Micronesia nº 6, De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003.
Erebo & Terror, Libros De La Micronesia nº 6 De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003 |
Erebo & Terror, Libros De La Micronesia nº 6 De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003 |
Erebo & Terror, Libros De La Micronesia nº 6 De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003 |
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